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CUANDO VEO A DOS BESÁNDOSE...
Cuando veo a dos besándose, creyendo que se aman, creyendo que durarán, hablándose al oído en nombre de un instinto al que dan nombres elevados, cuando los veo acariciarse con esa avidez molesta, con esa expectativa de encontrar algo crucial en la piel del otro, cuando veo sus bocas confundiéndose, el intercambio de sus lenguas, sus cabezas recién duchadas, las manos revoltosas, las telas que se frotan y levantan como el más sórdido de los telones, el tic ansioso de las rodillas rebotando como muelles, camas baratas, hoteles de una sola noche que más tarde recordarán como palacios, cuando veo a dos idiotas ejerciendo impunemente su deseo a plena luz, como si yo no los mirase, no sólo siento envidia. También los compadezco. Compadezco su futuro podrido. Y me levanto y pido la cuenta y les sonrío de costado, como si hubiera vuelto de una guerra que ellos dos no imaginan que está a punto de empezar.
Muchachas solteronas.
Muchachas solteronas de provincia, que los años hilvanan leyendo folletines y atisbando en balcones y ventanas… Muchachas de provincia, las de aguja y dedal, que no hacen nada, sino tomar de noche café con leche y dulce de papaya… Muchachas de provincia, que salen –si es que salen de la casa— muy temprano a la iglesia, con un andar doméstico de gansas. Muchachas de provincia, papandujas, etcétera, que cantan melancólicamente de sol a sol: – “Susana ven”… “Susana”… ¡Pobres muchachas, pobres muchachas tan inútiles y castas, que hacen decir al Diablo, con los brazos en cruz: –¡Pobres muchachas!...
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