Cuando veo a dos besándose, creyendo que se aman, creyendo que durarán, hablándose al oído en nombre de un instinto al que dan nombres elevados, cuando los veo acariciarse con esa avidez molesta, con esa expectativa de encontrar algo crucial en la piel del otro, cuando veo sus bocas confundiéndose, el intercambio de sus lenguas, sus cabezas recién duchadas, las manos revoltosas, las telas que se frotan y levantan como el más sórdido de los telones, el tic ansioso de las rodillas rebotando como muelles, camas baratas, hoteles de una sola noche que más tarde recordarán como palacios, cuando veo a dos idiotas ejerciendo impunemente su deseo a plena luz, como si yo no los mirase, no sólo siento envidia. También los compadezco. Compadezco su futuro podrido. Y me levanto y pido la cuenta y les sonrío de costado, como si hubiera vuelto de una guerra que ellos dos no imaginan que está a punto de empezar.
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