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Mostrando entradas de enero, 2011

Nuevos motivos por los que los poetas mienten.

Porque el instante en que la palabra feliz se pronuncia no es nunca el instante de la felicidad. Porque los labios del sediento no hablan de sed. Porque por boca de la clase obrera nunca oiréis la palabra clase obrera. Porque el desesperado no tiene ganas de decir "estoy desesperado". Porque orgasmo y Orgasmo son incompatibles. Porque el moribundo, en lugar de decir, "me estoy muriendo" no emite más que un ruido sordo que nos resulta incomprensible. Porque los vivos son los que rompen el tímpano de los muertos con sus terribles noticias. Porque las palabras acuden siempre demasiado tarde o demasiado pronto. Porque de hecho es otro, siempre otro, el que habla, y porque aquel de quien se habla calla.

Preguntas.

No entiendes lo que dicen, mas te llega, te alcanza, te hiere, te trastorna. ¿O tal vez eres tú y tu terror? Huele mucho, huele por todas partes, es un olor dulzón y pegajoso, pero no sabes a qué huele. ¿O tal vez eres tú y tu viejo espanto? Suena una música que no descifras, que no acabas de oír, pero que invade. ¿O eres tú y tu temor, tu constante recelo? Hay algo que no ves, pero que está, o se ahonda o crece o se dilata. ¿O tal vez eres tú y tu pavor diseminado? Algo te cerca, algo te rodea, no sabes lo que es ni lo que dice, no sabes a qué huele ni entiendes lo que canta. ¿O eres tú y tu miseria, tu consabido pánico? El aire se ha espesado como el tiempo, y la luz es opaca y dirimente, y una urgencia precoz te acosa y lame. ¿O eres tú y tu implacable cobardía? Todo se ha convertido en extrañeza, es como si tu vida te mirara de esa forma distante y asombrada con que observamos siempre a los ajenos, con ese miedo obtuso hacia los otros. ¿Qué sabes tú de ti, criatura absurda? ¿Qué sa

Lo que siento por ti.

Lo que siento por ti es tan difícil. No es de rosas abriéndose en el aire, es de rosas abriéndose en el agua. Lo que siento por ti. Esto que rueda o se quiebra con tantos gestos tuyos o que con tus palabras despedazas y que luego incorporas en un gesto y me invade en las horas amarillas y me deja una dulce sed doblada. Lo que siento por ti, tan doloroso como pobre luz de las estrellas que llega dolorida y fatigada. Lo que siento por ti, y que sin embargo anda tanto que a veces no te llega.

La penumbra del cuarto.

Entra el lenguaje. Los dos se acercan a los mismos objetos. Los tocan del mismo modo. Los apilan igual. Dejan e ignoran las mismas cosas. Cuando se enfrentan, saben que son el límite uno del otro. Son creador y criatura. Son imagen, modelo, uno del otro. Los dos comparten la penumbra del cuarto. Ahí perciben poco: lo utilizable y lo que el otro permite ver. Ambos se evaden y se ocultan.

A ella.

En el invierno viajaremos en un vagón de tren con asientos azules. Seremos felices. Habrá un nido de besos oculto en los rincones. Cerrarán sus ojos para no ver los gestos en las últimas sombras, esos monstruos huidizos, multitudes oscuras de demonios y lobos. Y luego en tu mejilla sentirás un rasguño... un beso muy pequeño como una araña suave correrá por tu cuello... Y me dirás: «¡búscala!», reclinando tu cara y tardaremos mucho en hallar esa araña, por lo demás indiscreta.

Poema de alta flor.

Y cuando el viento sea flor marchita, y la noche no viva sino en puro recuerdo; cuando el silencio reine y descienda implacable sobre lunas y estrellas. Y cuando sólo quede la ceniza de todo aquello que fue luz, montaña y sombra; al final de los límites vertidos en los seres; más allá de los tiempos. Cuando esté la esperanza destruida y los ángeles mudos perdidos para siempre, y el agua tan exigua que ni Dios beberá; después de esto, después. Cuando el rosal se halle en plena muerte, perdidas en la nada las sendas y las flores, y aunque el dolor y el ser no sean más que sueño, seremos todavía.

Berkshire.

Debo volver a casa, ya es muy tarde, pero dices “espera, quiero verte las rodillas con esas medias negras”. Te muestro las rodillas. Me despido por enésima vez. No quiero irme ni tú tampoco quieres que me marche. Me has enseñado fotos divertidas, los países más raros en el atlas, tu ajedrez, tus estampas de la Virgen, tus lápices y alguno de tus versos. Me has hablado de todo lo que odias y de unas pocas cosas que te gustan. Los dos por un momento hemos pensado que estaban agotados los recursos, pero mis piernas son definitivas, y te hacen maquinar en un instante una historia de amor nocturna y loca. Volveré a casa ya de madrugada; encontraré en la calle algún borracho, un gato revolviendo las basuras, los perros encelados que no duermen, y hasta puede que el coche no me arranque.

Idilio en el café.

Ahora me pregunto si es que toda la vida hemos estado aquí. Pongo, ahora mismo, la mano ante los ojos -qué latido de la sangre en los párpados- y el vello inmenso se confunde, silencioso, a la mirada. Pesan las pestañas. No sé bien de qué hablo. ¿Quiénes son, rostros vagos nadando como en un agua pálida, éstos aquí sentados, con nosotros vivientes? La tarde nos empuja a ciertos bares o entre cansados hombres en pijama. Ven. Salgamos fuera. La noche. Queda espacio arriba, más arriba, mucho más que las luces que iluminan a ráfagas tus ojos agrandados. Queda también silencio entre nosotros, silencio y este beso igual que un largo túnel.

Palabras de la griega.

No me guardes en tu imaginación. No me pienses. Tus ojos están llenos de espléndida ponzoña. No me mires. Que mi saliva te inunde la garganta. No me asfixies. Deja de agusanar mi mente confundida. No me pudras. Guarda mis incisivos en una caja de plata pero no te arrodilles ante sus resplandores. No me reces. Que mis ropajes no sirvan de velamen a los navíos sin patria. No me rasgues. Que mis coágulos no vivan en tus uñas ni en los nudillos que derriban templos. No me maldigas. En la herida la sal halle su suerte.

Las gastadas palabras de siempre.

Déjame recordarte las gastadas palabras de siempre, los armarios que encierran la humedad de los puertos y el sabor a betel que dejas en mis labios cuando desapareces en el aire. Déjame tender tu cabello a la sombra para que la penumbra madure como el día. Déjame ser una ciudad inmensa, un bote de cerveza o el fruto desollado ante la espiga. Déjame recordarte dónde me ahogué de niño y por qué hace brillar mi sangre la tristeza. O déjame tirado en la banqueta, cubierto de periódicos, mientras la nave de los locos zarpa hacia las islas griegas.

Fantasma.

Amo las líneas nebulosas de tu cara, tu voz que no recuerdo, tu racimo de aromas olvidados. Amo tus pasos que a nadie te conducen y el sótano que pueblas con mi ausencia. Amo entrañablemente tu carne de fantasma.

Desnuda.

Desnuda eres como una calle subes, te abres, serpeas, te angostas, doblas, sigues mis pasos y desembocas.