El ombligo de los limbo.


Hay una angustia ácida y turbia, tan potente como un cuchillo, una angustia de relámpagos, como chinches, como piojos duros, cuyos movimientos están congelados, una angustia donde el espíritu se estrangula y se corta a sí mismo -se mata.

No consume nada que no le pertenezca, nace de su propia asfixia. Es una congelación hasta la médula, una ausencia de fuego mental, una carencia de circulación de la vida.

Pero la angustia opiácea tiene otro color, no tiene esa caída metafísica. La imagino llena de ecos y de cuevas, de laberintos, de retornos; llena de lenguas de fuego parlantes, de ojos mentales en acción y del chasquido de un sombrío rayo, pleno de razón. Pero entonces imagino bien centrada al alma, y siempre en el infinito divisible, y transportable como algo que es.

Imagino al alma sensible, que a la vez lucha y consiente y hace girar sus lenguas en todos los sentidos, multiplica su sexo -y se mata.

Es necesario conocer la verdadera nada deshilada, la nada que no tiene ya órgano. La nada del opio tiene en sí la forma de una frente que piensa, que ha encontrado el sitio del negro orificio. Yo hablo de la ausencia de orificio, de un sufrimiento frío y sin imágenes, sin sentimientos, que es como un choque indescriptible de fracasos.

Es por una cuestión de conciencia. La ley sobre estupefacientes pone en manos del inspector-usurpador de la salud pública el derecho de disponer del dolor de los hombres; en una pretensión singular de la medicina moderna querer imponer sus reglas a la conciencia de cada uno. Todos los balidos oficiales de la ley no tienen poder de acción frente a este hecho de conciencia: a saber, que, más aúnque de la muerte, yo soy el dueño de mi dolor. Todo hombre es juez, y juez exclusivo, de la cantidad de dolor físico, o también de vacuidad mental que pueda honestamente soportar.

Lucidez o no lucidez, hay una lucidez que ninguna enfermedad me arrebatará jamás, es aquella que me dicta el sentimiento de mi vida física. Y si yo he perdido mi lucidez la medicinano no tiene otra cosa que hacer sino darme las sustancias que me permitan recobrar el uso de esta lucidez.

Señores dictadores de la escuela farmacéutica, ustedes son unos pedantes roñosos: hay una cosa que debieran considerar mejor: el opio es esta imprescriptible e imperiosa sustancia que permite retornar a la vida de su alma a aquellos que han tenido la desgracia de haberla perdido. Hay un mal contra el cual el opio es soberano y este mal se llama angustia, en su forma mental, médica, psicológica, lógica o farmacéutica como ustedes quieran.
                                                                                                                                      La angustia que hace a los locos.
La angustia que hace a los suicidas.
La angustia que hace a los condenados.
La angustia que la medicina no conoce.
La angustia que vuestro doctor no entiende.
La angustia que quita la vida.
La angustia que corta el cordón umbilical de la vida.

Por vuestra ley inicua ustedes ponen en manos de personas en las que no tengo confianza alguna, el derecho a disponer de mi angustia, de una angustia que es en mí tan aguda como las agujas de todas las brújulas del infierno. Temblores del cuerpo o del alma, no existe sismógrafo humano que permita a quien me
mire, llegar a una evaluación de mi dolor más precisa, que aquella, fulminante, de mi espíritu!

Toda la azarosa ciencia de los hombres no es superior al conocimiento inmediato que puedo tener de mi ser. Soy el único juez de lo que está en mí. Vuelvan a sus buhardillas, médicos parásitos, que no es por amor de los hombres que deliras, es por tradición de imbecilidad.

Tu ignorancia de aquello que es un hombre sólo es comparable a tu estupidez pretendiendo limitarlo. Deseo que tu ley recaiga sobre tu padre, sobre tu madre, sobre tu mujer y tus hijos, y toda tu posteridad. Y mientras tanto, soporto tu ley.

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