La metamorfosis del vampiro.


La dama, entre tanto, de su labios de fresa estremeciéndose como una serpiente entre brasas y amasando sus senos sobre el duro corsé, decía estas palabras impregnadas de almizcle: Son húmedos mis labios y la ciencia conozco de perder en el fondo de un lecho la conciencia, seco todas las lágrimas en mis senos triunfales y hago sonreír a los viejos con infantiles risas. Soy para quien sepa contemplarme desvelada, la luna, y soy el sol, el cielo y las estrellas. Yo soy, mi amado sabio, tan docta en los deleites, cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos, o cuando a los mordiscos abandono mi busto, tímida y ligera y frágil y robusta, que en esos cobertores que de emoción se rinden, impotentes los ángeles se perdieran por mí.
Cuando hubo succionado de mis huesos la médula y muy lánguidamente me volvía hacia ella a fin de devolverle un beso, sólo vi rebosante de pus, un cáliz pegajoso.
Yo cerré los dos ojos con helado terror y cuando quise abrirlos a aquella claridad, a mi lado, en lugar del fuerte maniquí que parecía haber hecho provisión de mi sangre, en confusión chocaban fragmentos de esqueleto, de los cuales se alzaban chirridos, como los de una agria e infernal veleta, o los de un cartel, al cabo de un vástago de hierro, que acaricia el viento en las noches de invierno.

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