Elogio de los alucinógenos.

Del hongo stropharia y su herida mortal
derivó mi alma una locura alucinada
de entregarle a mis palabras de siempre
todo el sentido decisivo de la plena vida.
Decir mi soledad y sus motivos sin amargura.
Acercarme a esa mula vieja de mi angustia
y sacarle de la boca todo el fervor posible
toda su babaza y estrangularla lenta
con poemas anudados por la desolación.
De la interminable edad adolescente
otorgada por la cannabis sativa diré
un elogio diferente. Su mal es menos bello.
Pero hay imágenes en mi escritura
que volvieron gracias a su embrujo enfermizo.
Ciertos amores regresaron investidos de fulgor
eterno. Algunos pasajes de mi niñez volcaron
su intacta lumbre en el papel. Desengaños
de siempre me mostraron sus vísceras.
Hay quien confía para la vida en el arte
en la frialdad inteligente de sus razonamientos.
Yo voy de lágrima en lágrima prosternado.
Acumulando sílabas dolorosas que no nieguen
la risa. Que la reafirmen en su cierta posibilidad
de descanso del alma. No de su letargo.
Voy de hospital en cárcel en conocidos inhóspitos
como ellos. Entregándole mi compañía
a cambio de un hueso infame de alimento.
Toda esa gran vida a los alucinógenos debo.
La delicadeza de un alma no está casi en
lo que se apropia sino en el desprecio de ese estorbo
sangriento cual banquete de tiestes que
la opulencia inconsciente ofrece vana y fútil

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